Por Jorge Zanardi. Bioquímico toxicólogo.
Publicado en la
revista Siglodigital www.siglodigital.com.mx Nro.
10.
La frase remite a un hecho que se muestra evidente cuando
se empieza a examinar un tema. Que nunca la explicación de un hecho se resume en
un solo texto, pues una afirmación suele invocar a otra o a su opuesto, y que
cualquier aseveración o propuesta, una nueva teoría o una hipótesis novedosa,
están en realidad sustentadas en un cúmulo de aseveraciones, propuestas, teorías
e hipótesis que tuvieron vigencia en otro momento dado. Es decir, que el último
umbral del conocimiento resume el anterior, superándolo o contradiciéndolo, pero
no podría haber existido sin una instancia previa. La última afirmación de un
postulado científico suele sintetizar, y a la vez recapitular, todos los
estratos anteriores.
Del mismo
modo que cualquier hombre es el producto de lo que fue, y en alguna parte
residen el niño, el adolescente o el joven como sucesivos hitos que no podrían
haber sido sin el inmediato anterior, así la sociedad humana contiene en su
historia los escalones concatenados que le permitieron avanzar en el curso de
los siglos. La física cuántica y relativista pudo ser porque buscó confirmar las
hipótesis de la newtoniana, la que a su vez provino de Galileo que había
comprendido y negado las hipótesis de Aristóteles, quien a su turno había
intentado completar y aumentar la de los antiguos filósofos de la naturaleza.
Todo recuerda y rescata los
orígenes, en una lógica que apela al determinismo, en cuanto a que cada efecto
tiene su causa y es a la vez el inicio de otro. Sin embargo, la historia de la
ciencia y de la vida misma no excluye ni el azar ni la casualidad, como motores
alternativos. No se puede, entonces, a manera de ejemplo, dejar de pensar en la
aventura de un oscuro navegante genovés que logró convencer a los reyes de
España, más preocupados por la guerra interna contra los moros que en proyectos
azarosos, de la importancia de buscar nuevas rutas alternativas para el comercio
con Oriente. De paso, siguiendo afanosamente aquella quimera, descubrió un nuevo
mundo y logró cambiar la historia, quedando la ambición por la nueva ruta para
el tráfico comercial como un viejo sueño que nunca logró concretar. Y tal vez
haya muerto sin saber cuánto había hecho por cambiar ese mundo que quería tanto.
Muchas veces quienes más hicieron no llegan a ser conscientes de sus aciertos y
de sus logros, aunque la historia suela premiarlos tardíamente con un
reconocimiento singular.
Del
mismo modo, la química actual es el resultado de millares de observaciones y
teorías encadenadas que se fueron sucediendo, reemplazando, contradiciendo o
mejorando a lo largo de los siglos. Pero buena parte de los conocimientos de la
ciencia que gobierna el comportamiento de la materia, fueron introducidos por
aquellos primitivos investigadores conocidos con el nombre de alquimistas, que
buscaban entre otras claves, el procedimiento para lograr la transformación de
los metales en oro. Así se incorporaron la destilación, como método de
separación de líquidos de acuerdo a su diferente grado de volatilidad; la
recristalización de sólidos en solución; la filtración para la separación de
suspensiones o la entrega de calor controlado por medio del Baño María,
procedimientos indispensables para el tratamiento de las sustancias. También el
descubrimiento de nuevos elementos como el oxígeno, y el comportamiento de
metales como el Mercurio, fueron producto de las investigaciones de los
legendarios experimentadores alquimistas, que laborando en atanores y crisoles,
moldeando el vidrio para construir retortas y varillas, establecieron las bases
sobre las que se asentaría la química moderna.
La palabra alquimia deriva del árabe, alkimia, que tiene el
mismo significado que química, aunque en el mundo antiguo se le adjudicaba
también una connotación religiosa y espiritual dotada de un sentido de
trascendencia y magia que hoy se ha perdido. La palabra Al en árabe designa al
ser supremo como Allah, de manera que a esta disciplina se le relacionaba con
fenómenos divinos.
Muchos de
los químicos reconocidos de la antigüedad fueron sin duda alquimistas. Cuando se
recorren los caminos históricos de la ciencia de la materia, se llega
inevitablemente a los buscadores incansables de la piedra filosofal. De su
historia, sus logros, de la profundidad filosófica de sus observaciones, en
tanto que les sirvieron para construir una nueva cosmología del mundo,
hablaremos en este artículo.
Los elementos de la
vida
Los orígenes del pensamiento occidental se pueden rastrear
en la antigua Grecia aun antes de Sócrates. Y la alquimia, en tanto ciencia de
la materia, debe sus orígenes a los primeros filósofos griegos.
Los pensamientos de los que se
llamaron filósofos de la naturaleza tenían como objeto el examen y la
comprensión del mundo que los rodeaba, y de allí el origen de su nombre. Fueron
conocidos como filósofos de la naturaleza pues sus observaciones y comentarios
pretendían explicar el comportamiento del mundo físico prescindiendo del
pensamiento religioso y mítico que era preponderante en la época. Dentro de su
concepción del universo natural sobresalen la lógica de sus afirmaciones, a
pesar de que hoy están en desuso y han sido superadas y reemplazadas por otras,
pero no puede dejar de señalarse que por los pocos elementos con los que
contaban, las hipótesis que esgrimían eran perfectamente plausibles y adecuadas
para la época.
El primero de
ellos fue Tales quien vivió en una de las ciudades más prósperas del mundo
griego, Mileto, a orillas del Mar Egeo. Dicha ciudad pertenecía a una zona
llamada Jonia, por lo que al grupo de filósofos nacidos allí se les recuerda con
el nombre de jónicos. Tales había viajado por Egipto y conocía el Mediterráneo,
así que no es de sorprender que afirmara: “Todas las cosas son agua”,
pues había observado que el Nilo al retirarse dejaba las costas bañadas por un
limo rico en el que todo crecía. Esa zona se asemejaba a la letra griega
“delta”
por lo que
la nombró Delta del Nilo. Según él, incluso la tierra estaba compuesta por
agua.
Por el contrario,
Anaxímenes (570-526 aC) pensaba que todo era aire o niebla, del mismo modo que
Tales suponía que era agua. Evidentemente Anaxímenes había conocido el
pensamiento de Tales. Él creía que el agua era aire condensado, como cuando veía
llover, y que posteriormente, a través de otro mecanismo, el agua se convertía
en tierra. Pero fue con Empédocles de Agrigento (494-434 aC) que el pensamiento
remonta hasta la idea de los cuatro elementos básicos, aire, tierra, agua y
fuego, que se intercambian unos con otros. Una idea que se sostendría hasta
Aristóteles (384-322 aC), quien incorporaría el quinto elemento esencial, el
éter, que le era útil para abarcar la serie de procesos que observaba.
Fue sin
embargo Demócrito de Abdera (460-370 aC), apodado “El risueño
” por su amarga sonrisa frente a la
necedad humana, quien habría de formular la teoría más audaz. Él postuló que la
materia toda estaba integrada por minúsculas partículas llamadas átomos, lo que
en griego antiguo significa indivisible. Por supuesto la idea de los átomos que
tenía el viejo Demócrito no se aproximaba a la realidad física tal cual se
aprecia y describe hoy en día, pero sin duda él logró sintetizar una
calificación bastante ajustada desde el punto de vista filosófico, es decir, que
la menor porción de materia que puede existir manteniendo sus cualidades y
propiedades originales es un átomo.
Toda la concepción de la filosofía de la naturaleza se
sostiene en la idea básica del intercambio de formas de la materia, de una a
otra, difiriendo en cómo se caracterizan esos estados. Así, lo que para Tales
era agua, para Anaxímenes era aire. Los cuatro elementos conmutables de
Empédocles, los cinco de Aristóteles o los átomos de Demócrito tienden a
representar el mismo fenómeno percibido por todos ellos: que en la naturaleza
existía algo que era transmutable y que se verificaba en la notoria movilidad y
mutabilidad de la materia.
De
esta noción de intercambio, de búsqueda de lo esencial y permanente en medio de
los cambios, es que surgió la noción primigenia de la alquimia. Si todo es parte
de algo, y ese algo representa la totalidad, debía haber entonces una forma de
dirigir ese movimiento y encontrar la clave de todos los cambios.
El pensamiento griego permaneció
oculto durante siglos hasta ser redescubierto en la Edad Media. No es de
extrañar que de la concepción de aquellos pensadores, que sugerían la existencia
implícita de un elemento común a la naturaleza, surgiera la idea de que
transformar una cosa en otra –por ejemplo, un metal de poco valor en otro que
fuera valioso como el oro– era posible.
Pero, ¿cuál sería esa forma, ese procedimiento, la clave de
las claves? ¿Algo que agregado a una mezcla arrancara y transmutara ese espíritu
inmanente que en todas partes estaba? Solamente bastaba encontrar esa clave o
procedimiento mágico que motorizara la reacción química buscada, lo que hoy
llamamos catalizador... La alquimia, y la búsqueda de la Piedra Filosofal, que
fue el nombre asignado al catalizador de aquella reacción de transmutación,
habían iniciado la larga carrera de la investigación química.
La piedra
filosofal
La Edad Media representó un largo periodo histórico que
inició en el año 476 de nuestra era cuando en Constantinopla, sobre el solar de
la antigua Bizancio, se fijó como única capital del imperio romano una colonia
griega ubicada sobre el Bósforo. En ese sitio, el
emperador Constantino levantó una nueva Roma, que habría de persistir como el
único imperio romano hasta la caída de la ciudad a manos del ejército turco en
1453. Fue durante esos años, señalados como un período oscuro de la humanidad,
cuando numerosos investigadores se lanzaron a la búsqueda de la clave de las
claves, el gran secreto infundido de magia, que era la piedra filosofal. La
piedra filosofal comparte dos características fundamentales: la propiedad de
transmutar los metales, lo que implícitamente recoge el antiguo principio griego
de un elemento común a todo, y la de la medicina universal
El término piedra filosofal quiere
decir, en lengua sagrada, piedra que lleva el signo del sol. “Su color va
del rojo encarnado al carmesí...” “En cuanto a su peso, es mucho mayor que lo
que corresponde a la cantidad”
, según dijo Basilio Valentín, monje benedictino que
vivió durante el primer tramo del siglo XV. Esta sustancia maravillosa, cuyas
características de fusión y versatilidad remiten a la consistencia de la cera,
poseía en la imaginación de los alquimistas numerosos poderes, entre ellos el de
ingresar a una sustancia permaneciendo inalterable, resistir a la oxidación y
poseer una infinita resistencia al fuego. A la vez se le adjudicaban propiedades
curativas, siendo una suerte de elixir ante el cual se rendirían las
enfermedades graves y crónicas.
Según relata Fulcanelli en Las Moradas filosofales, la
piedra filosofal poseía diversas formas y numerosos empleos como una sustancia
de cualidades múltiples y universales, y era voluble y resistente a cualquier
daño químico. La piedra filosofal no era solamente el medio para lograr
transformar los metales impuros en oro, sino que ésta era más bien una de sus
consecuencias y a la vez la prueba de su poder universal.
Los textos de los alquimistas como
Paracelso, Alberto el Grande o Basilio Valentín, considerados maestros en el
arte de la alquimia, eran escritos en forma metafórica, y a menudo su
significado permanece velado por signos crípticos que dificultan su comprensión.
Muchos de aquellos textos están compilados en la Bibliothéque des Philosophes
Chimiques de Salmon, y en el Theatrum Chemicum.
Orígenes de
la alquimia medieval
Se estima que la alquimia se origina en el mundo árabe
donde uno de los más importantes pensadores fue Razí (850-923), de origen persa,
que escribió un texto donde resumía el comportamiento de diversas sales y
compuestos minerales y metálicos, como el azufre y el mercurio. La base de los
textos árabes dedicados al comportamiento de la materia, aunque imbuidos de un
pensamiento místico y religioso, estaban fundados en su conocimiento de la obra
de Aristóteles. En ellos se origina el fundamento clásico alquimista de la
materia como compuesta básicamente por azufre, la sustancia que convertía a
otras en combustibles, y por mercurio, que transfería propiedades metálicas al
resto de los elementos. Es por ello que la mayoría de los procedimientos que
conforman el arte de la alquimia comparten diferentes tratamientos y
combinaciones de estos elementos.
También en China se manifestaron las teorías alquimistas,
si bien su relación con la química es más lejana, aunque Ko Hung (283-343)
describió preparaciones con arsénico y mercurio.
Se estima que la alquimia llega a Europa durante la Edad
Media de mano de los árabes, pero serán principalmente las Cruzadas las que
incorporarán a la cultura europea las investigaciones y escritos de los sabios
árabes. A los compuestos originales, el mercurio y el azufre, se incorporará la
sal como tercer elemento esencial de la gran obra, siendo el impulsor de este
nuevo elemento el también médico suizo Theophrastus von Hohenheim, conocido como
Paracelso. Paracelso fue también uno de los padres de la toxicología al señalar:
“... Lo único que diferencia a un remedio de un veneno es la dosis
administrada...” Asimismo, Paracelso describió con precisión la sífilis e
instauró uno de los tratamientos para esa enfermedad a base de la administración
del mercurio como medicamento.
Es con estos elementos que los alquimistas medievales,
especialmente a partir del siglo XII, intentarán las conmutaciones entre los
elementos en su búsqueda infatigable de la piedra filosofal, el catalizador
mágico capaz de gobernar y conducir las múltiples transformaciones de la
materia. Esto les valdría en muchas ocasiones la persecución y la condena al ser
calificados de brujos y hechiceros, enfrentando a la cultura inquisidora de la
época.
Fue durante esas
investigaciones, empeñados en la tarea infructuosa de transformar otros metales
considerados impuros e imperfectos, que los alquimistas descubrirán el ácido
nítrico como resultado de la destilación de sulfatos mixtos (vitriolo) y nitratos (salitre), obteniéndose una sustancia
mucho más potente que los ácidos conocidos hasta el momento, como el vinagre
(ácido acético). También describieron la síntesis del ácido clorhídrico y la
combinación precisa de una parte de ácido nítrico y tres de clorhídrico para
formar “agua regia”, una mezcla capaz de disolver los metales
preciosos. De la lectura de los antiguos escritos y recetas alquimistas, dotados
de una poesía y una magia literaria muchas veces críptica, se desprende que a
ellos también se les debe el aporte de otro de los pilares fundamentales de la
química moderna, que consiste en pesar cantidades estrictas de materiales para
ejecutar una técnica, a lo cual se le conoce como método cuantitativo.
Los métodos
alquimistas
Los métodos clásicos desarrollados por los alquimistas se
pueden resumir en cuatro sistemas básicos para el tratamiento de la materia: las
vías Húmeda y Seca que son las principales, y luego la Mixta y la de las
Amalgamas, las cuales sintetizan los medios utilizados para llevar adelante los
procedimientos prácticos para las transformaciones químicas.
La base de la teoría alquimista se
asienta en la unidad de la materia, que puede asumir distintas formas y, de
acuerdo al procedimiento, ser manipulada, mutada y transformada. En el curso de
las operaciones sobre la materia, metales y minerales, se desarrollaron
diferentes técnicas que fueron el inicio de la química actual.
Numerosos métodos de purificación
y síntesis de sustancias químicas fueron descritos por los alquimistas, como por
ejemplo la sublimación del mercurio por vía húmeda que se encuentra en la obra
Le Composé de les Composés, de Alberto el Grande. El método describe con detalle
la síntesis química del bicloruro de mercurio o cloruro mercúrico, también
llamado sublimado corrosivo. Es una operación que combina procedimientos de
destilación y sublimación (pasaje del estado gaseoso al sólido) por medio de una
reacción en la que intervienen ácido sulfúrico concentrado (llamado en aquellos
tiempos aceite de vitriolo), en un medio que contiene cloruro de sodio (sal
común) como fuente de cloro, que al reaccionar con el sulfuro de mercurio (el
viejo cinabrio) induce una reacción de sublimación que rinde cloruro
mercúrico.
Los métodos de
mineralización de sustancias por vía seca mediante la utilización de altas
temperaturas, basados en la fusión en crisoles, hornos y atanores, son
recopilados por Fulcanelli en El Misterio de las Catedrales, donde se
especifican las características de los procesos y se incluyen las
especificaciones técnicas de los artefactos empleados, como los conductos de
descarga de humos y materiales para la construcción de los recipientes.
Procedimientos para la obtención
de aceite de vitriolo (el ácido sulfúrico) a partir del tostado del azufre y su
destilación, son detallados en el Traité de la Chymie de Chistophle Glasser de
1663: “Lo que se llama vulgarmente calcinación del vitriolo no es más que
una desecación o privación de su humedad superflua, lo cual se hace por la
acción del fuego común o por la de los rayos del Sol”, y se señalan con
precisión las condiciones que favorecen la entrega de calor a una reacción
química en forma controlada como es el Baño María. En él se utiliza el nombre de
espíritu para nominar las sustancias involucradas en la reacción: “El
espíritu volátil, sulfurado y dulce, que sale primero, es muy penetrante...” “El
último espíritu es llamado impropiamente aceite de vitriolo y es la parte más
pesada del espíritu ácido. Se sirven de él para disolver los metales y
minerales.”
Basilio
Valentín se refiere a este producto de la destilación a Baño María, que fuera
nombrado así en honor al procedimiento de calentamiento controlado diseñado por
María la Judía (una antigua alquimista), como el Mercurio de los Filósofos.
Otro de los términos acuñados por
los alquimistas era la retrogradación, utilizado por Basilio Valentín e Ireneu
Filaleteo, que significaba volver hacia atrás, es decir, un retorno al estado
original, como cuando se describe la vía seca del antimonio. En este caso, al
combinar hierro, identificado como Marte, en combinación con sulfuro de
antimonio, se obtiene sulfuro de hierro al favorecerse el desplazamiento en
caliente de un átomo de antimonio por uno de hierro. El resultado, el sulfuro
ferroso o pirita, es la fuente natural del hierro tal cual se lo encuentra en la
naturaleza. Este procedimiento era visto en la época como una forma de
reconstruir, de retrogradar la materia a su forma original y natural como era la
pirita. Este proceso se confirmaba en otra reacción clásica como es la obtención
de sulfatos mixtos de hierro (Marte) y cobre (Venus), lo que se llamaba vitriolo
y es también un compuesto natural de abundancia en ciertos yacimientos mineros,
a partir de la disolución de ambos metales en ácido sulfúrico (aceite de
vitriolo).
Procedimientos como la sobrefusión que comparten las vías
mixtas o de formación de amalgamas, han sido descritos con precisión. “De
manera que quien quisiera tener la paciencia de cocer el plomo en un fuego
regular y continuo que no exceda el punto de su propia fusión, es decir, que el
plomo se mantenga siempre fundido, y no más, añadiéndole alguna porción de plata
viva y de sublimado para evitar que se calcine y se reduzca a polvo, al cabo de
algún tiempo encontrará que Flamel no habló frívolamente al decir que la semilla
fija contenida en potencia en el plomo, a saber el oro y la plata, se
multiplicarían y crecerían tal como el fruto crece en el árbol.” Traité du feu et du sel, Blaise de Vigenère, París, 1618.
De los
viejos alquimistas a la química moderna
Fue a fines de la Edad Media y comienzos del Renacimiento
que el mundo se sacudiría del oscurantismo en el que había estado sumergido. Los
antiguos conocimientos desarrollados durante los siglos anteriores se
incorporaron en aquellos tiempos, como base empírica de las nuevas teorías
científicas que habrían de cambiar el curso del mundo y su comprensión bajo una
nueva óptica.
Siempre
había llamado la atención de los alquimistas el aire atmosférico, al que no se
le encontraba una explicación adecuada y se le consideraba intangible. Pero uno
de aquellos hombres, el también médico Jan Baptista van Helmont (1577-1644), no
se convencía de la intangibilidad del aire. A partir de sus observaciones de que
los humores rojos desprendidos al poner en contacto plata con ácido nítrico y el
burbujeo de la cal en contacto con el vinagre, concluiría que esos “aires”
eran algo más que vacío. Para nombrar a esas sustancias particulares
utilizó la palabra griega caos, que designaba el magma original del cual había
partido la creación, pronunciándola en su idioma original, el flamenco, y así
surgió la palabra “gas”.
Van Helmont concluyó que el aire no era más que una mezcla de
gases.
Otro alquimista, el
inglés Robert Boyle (1627-1691), formuló en 1661 la ley que relaciona la presión
ejercida por un gas en el volumen ocupado por éste. Tiempo después Lord
Priestley (1733-1804) logró aislar en 1770 los gases de van Helmont,
identificando también el amoniaco, el dióxido de azufre y el oxígeno.
Los nuevos hallazgos contribuyeron
al desplazamiento de la teoría del flogisto formulada durante el siglo XVII para
explicar la inflamabilidad de las sustancias. El flogisto era algo supuestamente
contenido por las sustancias, que se liberaba cuando entraban en combustión. Fue
gracias a los aportes de Priestley, pero definitivamente años más tarde a los de
Lavoissier (1734-1794), que se comprobó que no era el flogisto sino el oxígeno
el elemento necesario para la combustión. Lamentablemente, los aportes de
Lavoissier a la química no fueron suficientes para evitar su condena durante la
Revolución Francesa y su posterior ejecución en la guillotina.
Para esos tiempos, la alquimia
había dejado de ser lo que fue, y había dado a luz los comienzos de la química
moderna. Los posteriores descubrimientos por numerosos investigadores, entre
ellos el de las leyes periódicas de los elementos reunida y establecida por
Dimitri Mendeléiev (1834-1907), la renovada formulación de Dalton (1776-1844)
del antiguo concepto atomístico griego, las hipótesis de Amedeo Avogadro
(1776-1856) sobre el comportamiento de los gases, los pesos atómicos, las
apreciaciones del botánico Robert Brown (1773-1858) en 1828 sobre el movimiento
de las moléculas en suspensión, son sólo algunas de las grandes innovaciones
incorporadas durante el siglo XIX a los antiguos conocimientos sobre la materia,
iniciados sobre las bases de la antigua alquimia.
La alquimia
ha muerto ¡Qué viva la alquimia!
La alquimia fue el resultado de la antigua concepción de
que la materia era una sola, y de la búsqueda incansable por lograr, mediante la
voluntad, su conversión en una y otra forma. La antigua meta de transformar los
metales en oro fue para la química, en cierto modo, la ruta alternativa de
Colón. Con los avances de hoy sería posible transformar un metal en oro gracias
a los conocimientos sobre fisión atómica, pero sería tan caro que no vale
siquiera la pena intentarlo. De cualquier modo, todas las tentativas, los éxitos
o los fracasos configuraron una historia que todavía no ha terminado. Desde la
síntesis de los plásticos hasta las baterías de los teléfonos celulares, desde
los combustibles fósiles hasta los semiconductores, todos esos inventos
maravillosos que hacen posible la vida actual sobre el planeta, son la
consecuencia lejana de los esfuerzos y afanes de decenas de buscadores
infatigables de la piedra filosofal, la esencia de la vida, como una suerte de
cazadores de lo imposible, que desafiando la cultura de la época agregaron
eslabón a eslabón la infinita cadena sobre la que se asienta la química moderna.
Aún hoy, el aprendizaje de la química en cualquier universidad, colegio o
instituto, empieza por repetir las antiguas recetas, con palabras remozadas y
nuevos métodos, pero siguiendo el camino infalible descrito alguna vez por un
viejo alquimista. No podemos saber lo que ocurrirá de aquí en adelante. Sólo
podemos estar seguros de algo: esa gran aventura será apasionante.
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