EL NEGOCIO DE ENVENENAR. 1ª parte.
Publicado en el Boletín de la Asociación Toxicológica Argentina. Prof. Dr. Eduardo Scarlato, Dr. Jorge Zanardi.
“Por otra parte, me asombraba la seguridad con que mi compañero afirmó que
aquel hombre había muerto envenenado; me acordé que Holmes se había inclinado
sobre los labios del cadáver, y estaba convencido de que había descubierto
alguna pista. Además, si no había muerto envenenado, ¿de qué había muerto no
presentando, como no presentaba su cuerpo, ninguna herida ni señal de
estrangulación? Pero por otra parte, ¿de dónde provenían aquellas manchas de
sangre? Por más que hicimos, no encontramos el más ligero indicio de lucha ni la
más pequeña señal de que aquel hombre se hubiera defendido arma en mano.
Siempre, siempre el misterio… y cuanto más pensaba, más me convencía de que,
hasta no resolverlo satisfactoriamente, ni Holmes ni yo dormiríamos tranquilos.
Esto no quita para que él estuviera tan tranquilo e indiferente, lo cual me
obligaba a pensar que ya debía estar sobre alguna pista segura; pero ¿cuál era?”.
Cualquier ensayo sobre la aplicación del conocimiento científico a la resolución del delito refiere, o debiera referir, a la figura de Sherlock Homes, el legendario detective creado por Arthur Connan Doyle. Aunque hay una coincidencia general que la paternidad de las historias policiales le corresponde al escritor estadounidense Edgar Allan Poe, —quien imaginó al investigador Auguste Dupin, que por puro raciocinio y sagacidad descubre al autor de un crimen —, Sherlock Holmes fue, y sigue siendo, el símbolo del investigador que emplea la ciencia y la razón para desenmascarar al autor de cierto delito. La matriz de esos relatos es sencilla, alguien aplica la razón práctica para seguir la lógica oculta de un crimen y poner en evidencia la trama precisa que siguió su autor. Para ello, ese investigador se vale de la sabiduría obtenida de la educación científica. Esa fórmula literaria resultó exitosa y por eso siguió siendo empleada por diversos escritores quienes, con variantes, repitieron la técnica de Poe y Doyle: Ágata Christie, Raymond Chandler, Dashiell Hamett, entre otros, consiguieron éxito a su tiempo valiéndose de la misma figura, razón y conocimiento para descubrir la verdad. Aun la parodia de esos investigadores se nutrió de la misma fuente: don Isidro Parodi, personaje creado por nuestros queridos Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, desentrañaba intrigas mientras tomaba mate en una celda de la Penitenciería de Las Heras. La figura del detective que alumbra las oscuridades de un crimen es, sin embargo, literaria. Los que terminan resolviendo un delito casi nunca son investigadores privados sino grupos de individuos cuya profesión los capacita y habilita, para resolver un enigma valiéndose del conocimiento y la experticia. No es azaroso que Doyle fuera uno de los primeros y más exitosos escritores de relatos policiales: se había graduado como médico y, consecuentemente, estaba al tanto de los hallazgos científicos de la época. El siglo XIX representó, para todas las ramas de la ciencia, el alumbramiento y la consolidación de nuevos conceptos y teorías probados a lo largo de los dos siglos anteriores, donde la ciencia se afirmó como un sistema eficaz para la comprensión del universo. Fue en ese contexto donde el empleo del conocimiento permitió sentar las bases de la sociedad industrial; no es casual que los procedimientos forenses, es decir, el empleo del conocimiento para resolver un delito, se generalizaran a partir de entonces como una base de la administración de justicia. La industria del seguro, que cobra auge en esos tiempos, fue una de las primeras en emplear científicos pagados como peritos para resolver un caso criminal. Aquellos primeros peritos no eran, por cierto, detectives románticos que transitaban la niebla londinense o la noche parisina en la madrugada sino médicos y químicos laboriosos que aplicaban procedimientos y realizaban ensayos para identificar venenos, maniobras, fraudes, en fin, todo aquello que desde siempre se utilizó para obtener algo ilegítimamente.
Prueba y justicia En ese mismo siglo, la toxicología analítica, es decir, el análisis químico cualitativo y cuantitativo para la evaluación de sustancias tóxicas, cobró un notable auge. Consecuentemente, el empleo de técnicas de laboratorio como complemento de la medicina legal condujo al diseño de métodos de separación e identificación de sustancias, algunos de los cuales, con variantes, sigue empleándose hasta hoy en día. Estos procedimientos analíticos para complementar pruebas y probar un delito, fueron entonces utilizados con éxito por la naciente industria de los seguros. Si bien el aseguramiento de bienes era una práctica empleada desde tiempos antiguos (algunos historiadores señalan a los empresarios fenicios como los pioneros en resguardar el valor de los bienes traficados en el Mediterráneo) fue con el florecimiento del capitalismo industrial y comercial que nacieron las empresas de seguros cuyo objeto es preservar valores, entre ellos, la vida humana. La utilización de venenos como un método eficaz para resolver problemas (obtener un ascenso en la vida política o comercial, cobrar una herencia, sacarse de encima un cónyuge, en otras palabras, despejar el camino de enemigos de cualquier clase) es tan vieja como la humanidad. Pero la posibilidad de identificar un veneno como una causa de delito, fue posible cuando las preguntas de la justicia pudieron ser respondidas con argumentos científicos: el conocimiento del comportamiento de las sustancias químicas y la comprensión efectiva de los procesos fisiológicos deletéreos inducidos por la acción de los venenos fueron herramientas indispensables para la administración de justicia, y, consecuentemente, para la pujante industria del seguro. A medida que las técnicas analíticas fueron haciéndose más precisas, su utilización como herramientas para consolidar el valor de una prueba fue cada vez más insoslayable. Ya no se trataba de meras suposiciones o inferencias cuestionables sino que el hallazgo de una sustancia constituía una prueba irrefutable de injuria y muerte. Como se sabe, en todo proceso legal es válido aquello que se puede demostrar. Aunque la verdad pareciera equipararse a lo demostrable, no significan necesariamente lo mismo: se trata de evidenciar la culpabilidad con hallazgos fehacientes e inobjetables. ¿Cómo fue entonces que la industria del seguro fomentó el crecimiento de las técnicas analíticas toxicológicas? A fin de poder impartir sentencias y castigos, la justicia necesitó desde siempre valerse de pruebas para justificar sus fallos. En el caso donde se sospechaba un envenenamiento, las únicas posibilidades para trabajar en función de producir pruebas fueron: o bien encontrar el veneno, o por el contrario contar con un cuadro patológico que por sus características no dejara lugar a dudas de que lo ocurrido se debía a un envenenamiento. Esto es, trabajar con un método directo o con un método indirecto de prueba. Cuando la industria del seguro debió empezar a pagar por las pérdidas de vidas aseguradas, ésta recurrió en varias oportunidades a la justicia para ser eximida de su obligación. Para ello, debían generarse pruebas contundentes que no dejasen lugar a dudas acerca de la presencia o no de un envenenamiento. A continuación, se reseñan algunos casos que nos ilustran acerca de estas prácticas. El caso Bocarmé y la técnica de Stas Los primeros casos resueltos con la ayuda de expertos son conocidos y forman parte de los clásicos. Es natural hablar de ellos y muchos de quienes lean este artículo los conocerán por mencionarlos en el dictado de clases para alumnos. Sin embargo, es pertinente señalar que si aún hoy es difícil resolver una muestra (cualquier químico toxicólogo sabe bien que cualquier muestra es única y obtener un resultado confiable y significativo es una tarea compleja que requiere de una particular destreza para resolverla con éxito) lo era mucho más a mediados del siglo XIX. En esos tiempos, los laboratorios eran rudimentarios y no pocas veces los procedimientos se homologaban más a las antiguas artesanías alquimistas que a una disciplina moderna que aspiraba a competir con la física en la dimensión de sus descubrimientos. Cuando el químico belga Otto Stas desarrolló la ya célebre técnica de separación de alcaloides, logró no solamente resolver exitosamente casos forenses, sino alcanzar un sitio de honor en la toxicología. Vale la pena recordar uno de los primeros casos resueltos con ella. Para ello hay que instalarse en el siglo XIX en la ciudad de Mons, Bélgica, un sitio apacible ubicado muy cerca de la frontera con Francia. Allí, en el año 1851, el Conde Hyppolite Visard de Bocarmé y su esposa, Lidia Fougnier, fueron acusados del crimen del Gustav Fougnier, hermano de Lidia. El propósito del crimen fue quedarse con su fortuna. Las sospechas recayeron sobre la pareja porque se sabía de la afición del Conde por la preparación de venenos, la cual competía por su equivalente devoción para realizar orgías, lo cual, como también se sabe, suele consumir mucho dinero. Para el tiempo de la comisión del crimen el matrimonio estaba en la ruina. En base a las sospechas, el tribunal designó como investigador al químico Otto Stas, quien logró determinar, mediante el examen de los órganos de la víctima, la presencia de nicotina. El método diseñado por Stas se basa en el tratamiento de un homogeneizado de vísceras con una mezcla de alcohol 95° y ácido tartárico como desproteinizante. La suspensión se digesta en Baño María, se filtra y se deja evaporar el alcohol. Este residuo acuoso ácido se trata con éter etílico, se decanta la capa etérea (la cual se elimina por evaporación). El residuo se trata con agua de barita y se vuelve a extraer con éter etílico. Se evapora nuevamente el éter y el residuo se mezcla con la solución acuosa obtenida con el primer tratamiento. Se alcaliniza este extracto con hidróxido de bario o amoníaco, y luego se extrae con éter etílico o cloroformo. Sobre este extracto, luego de se acidificado, se practican reacciones generales de alcaloides. Empleando este sencillo método, Stas logró resolver un crimen y, también, sentar las bases de los procedimientos extractivos para separar una muestra compleja en sus componentes y lograr así el aislamiento del tóxico para su identificación. La misma técnica, con variantes, fue mejorada entre otros por A. Gauthier, Brieger y Selmi. En el próximo número, continuaremos con otros resonantes casos que integran la historia de la toxicología.
Bibliografía Poe, Edgar Allan. Los crímenes de la calle Morgue. Cuentos completos, vol. 1. 1970). Alianza Editorial. Madrid Buzzo, Alfredo. Toxicología, Tomo primero, Pericia toxicológica. (1948). Aniceto López. Buenos Aires. Fernandez Gonzalo. Breve historia de la Toxicología. Universidad de la República. División Publicaciones y Ediciones ed. Montevideo. Uruguay. 1976. p. 3 – 15 Read B. Toxicology in China. The China Medical Journal. Jun 1923. 1 – 12 Repetto M. Toxicología Fundamental. Diaz Santos ed. España. 1998. p. 3 - 8
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