Crateuas. (S. I a. C.)
Médico y botánico de la corte de Mitrídates, rey de Ponto (actualmente
Ucrania).
Autor de un Léxico botánico (actualmente en la biblioteca de París) y de
un Tratado de los simples (actualmente custodiado en la Biblioteca de Viena).
Sus ilustraciones botánicas son consideradas como las más antiguas en cuanto a
trabajo sistemático. Los dibujos que hoy se conservan y llevan su nombre son
copias.
Llamado también Kratevas o Rizotomo (el que arranca raíces), al igual que
Mitrídates, tuvo una existencia real aunque parte de su historia fue mitificada
por el tiempo.
Un códice de su obra se encuentra actualmente en la
Biblioteca del Vaticano donde se relatan las experiencias realizadas por este
“investigador”
,
siguiendo las órdenes de Mitrídates.
Estas escrituras pasaron a manos de Pompeyo cuando,
vencido Mitrídates, y voluntariamente yugulado por la obediencia de un servidor
gálata, dado que no pudo quitarse la vida envenenándose por estar
"inmunizado a los venenos",
Crateuas pasó al servicio del régimen romano.
La lectura de sus textos, como también la de su recopilador Andrés de
Laguna, nos muestra a un inquieto investigador de los distintos mecanismos
de intoxicación, de su metodología y de sus hallazgos. El animal de laboratorio
preferido para sus estudios, lamentablemente fue el hombre, y la
descripción de sus trabajos son verdaderas obras del género literario de terror.
Veremos algunas de ellas, entre las que se podrán encontrar detalles fidedignos
de signo sintomatología específica:
A propósito del dorycnio y el solatro “puse el
aceite negro en sus oídos y me dí cuenta de su juventud al colocar un espejo
bajo las pupilas giratorias. Perseguía la sombra azul de los patios. De pronto,
arrodillado, inició una canción que, siendo incomprensible, expresaba gratitud:
cantaba como si se sintiera escuchado por un dios. Yo mandé abrir las puertas y
el joven númida empezó a andar hacia una hebra de luz que señalaba el límite de
la noche; era feliz y de su cuerpo se desprendían heces blancas: la belladona
avanzaba fría y los espíritus se engrosaban en las cámaras del cerebro. Es
cierto que hay una clemencia ciega en las sustancias que procuran ebriedad antes
de la muerte”.
Cuando estudió los efectos del acónito, lo hizo
“...comprando la palabra hasta la muerte de un tal Cippo, blasfemo y
conocedor de lenguas. Para ello le prometí la salvación de Shu, adolescente
asiático.
Tomado el acónito, Cippo declaró su pasión. Durante un tiempo,
sintió movimientos desconocidos en su lengua y que los espíritus más graves
abandonaban su cuerpo con dulzura; después, frialdad en las venas. A esto siguió
un gran vértigo, como si durante mucho tiempo contemplase el abismo. Con los
ojos cerrados quiso explicarme la existencia y la forma de un gránulo de luz que
se movía en su interior, y cómo esta visión era cada vez más débil hasta que
únicamente sentía las tinieblas. Luego, ya con los ojos abiertos y vaciados de
mirada, me aseguró ver algunos rostros que conservaba en su corazón. Pienso que
mentía. Después, para consolarse y ofenderme, me habló con detalle de los ojos
de Shu. De cómo, en las aguas sostenidas entre delicadas membranas, nadaba
(semejante a como lo había sentido en sí mismo) un átomo de fuego que se
extendía dulcemente cuando él, Cippo, tomaba la cabeza de Shu en sus manos.
Pasada la sexta parte de un día, dejó de contestarme. Su boca exhalaba
corrupción y en su rostro lucía aún la maldad. Me dí cuenta de que el coma
entraba en el espesor del cerebro. Así permaneció dos días y al tercero dejó de
latir”.
Utilizó el culantro y el psilio a fin de demostrar su
inocuidad: “Por burla y por dar noticia a Mitrídates, hice hervir las
semillas separadas y que así las bebiesen Látide y Muda, esclavos recibidos de
Pharnaces en pago de servicios secretos. Estos esclavos eran de nación cólquida,
limpios e inclinados a la dulzura, mas perezosos en ablandar los cueros y moler
la sal. No se juntaban con mujeres y entre ellos hacían el matrimonio.
No
queriendo extremar el castigo, y una vez que bebieron, mandé encerrarlos en una
celda blanca, donde pudiese verlos y oírlos.
Muda, en quien obraba el
psilio, pedía amor a Látide con lengua torpe y crecida dentro de la boca, y que,
habiendo entrado en la celda para examinar los cuerpos, pude sentir que en
Látide latían veloces los hipocondrios.
Pasado un día, vi que Muda dejaba
caer por sí la orina, como viejo o niño de teta, y que llamaba a su madre
sollozando. Este infantilismo y esta modorra, significan espesor de los
espíritus cerebrales.
Látide, muy de otra manera, se erguía delante de Muda
como un áspid, y le escupía al hablarle: Mi asno mete su verga en la boca de tu
madre. Anda a llorar al prostíbulo.
Con esta y otras suciedades ofendía
Látide a Muda.
Al fin, confirmado en mi pensamiento sobre las yerbas, me
aburrí de la doble locura y mandé que los despertasen a vergajazos y que
bebiesen salmuera. Vueltos los hombres en sí, entraron en una gran tristeza”.
Usó también la infaltable cicuta. Crateuas cuenta cómo, obediente a
Mitrídates, debió eliminar al cantor Alceo, padre de Estratónice, la concubina
de mayor dignidad en la casa del Eupátor, quien sabía que este anciano hablaba
de él con desprecio en los mercados.
Teniendo noticias Kratevas de la suavidad de la muerte que producía la
cicuta, la hizo importar de Esparta para usarla con su amigo en un
desacostumbrado rapto de humanidad. Y estando el anciano en su casa, se la
sirvió mezclada con vino. Atardecía en las terrazas, y Alceo bebió lentamente
delante de las sombras.
“En el espacio de una hora, sus pupilas
broncíneas se hicieron grandes y profundas a costa del anillo amarillento y de
la blancura de la córnea. Acercándome, llamé a Alceo por su nombre, pero ya se
habían cerrado sus oídos y no había mirada dentro de sus ojos.
Bajo mis
manos, su frente se hizo sentir fría y húmeda a causa de que la cicuta convierte
en finísimo hielo la sangre de las celdas cerebrales, de lo cual vienen sordera
e imbecilidad como si el pensamiento colgase fuera del mundo.
El cuerpo de
Alceo se irguió en manera convulsa, pero ya había desertado su alma y no daba de
sí otra señal que un derramamiento de heces coléricas”.
Otro pasaje de su vida, recopilada por Andrés de Laguna: Kratevas,
por razón oculta, entró en obediencia de Pharnaces, hijo de Mitrídates, cuyo
poder pendía de la voluntad del padre. Mónimo, segunda esposa de éste, aborrecía
a Pharnaces y procuraba volver contra él, el ánimo del Eupátor.
Kratevas resultó envuelto en esos odios, y habiendo caído Mónima en
estado febril con fermentación leve de la cólera, lo que hubiera podido
resolverse con acederas, hizo que, encubierto, bebiese el opocárpaso, tras lo
cual entró Mónima en grave sopor, y en diez horas, su respiración era fría y sus
deposiciones blancas.
Enojado, Mitrídates, hizo llamar a Aristión, que curaba por cirugía.
Mónima mostraba las uñas negras y las orejas transparentes. A la desesperada,
Aristión descubrió el hígado y lo sometió a cauterio, pero ya de sus telas
interiores fluía un aceite oscuro aunque acerado como substancia de centella, y
Mónima despertó tan solo el tiempo de maldecir. Dice Crateuas, que tras
una última convulsión, sintió, envuelta en bilis, salir su alma por la boca.
Los celos le hicieron utilizar una vez la sardonia, llamada también
revientabueyes o yerba del fuego (apium risus). Habiéndose hecho traer de Uta,
en la isla de Cerdeña, algunos manojos de sardonia, comenzó a cultivarlas en su
jardín, sabiendo que los antiguos sardos, usaban esta yerba para sacrificar a
los ancianos, lo cual hacía con arrebatada crueldad.
Y llegó el día en que la usó a causa de hacerse manifiesta la preñez de
Ibrah, asiática esclava, de trece años, a la que Kratevas amaba sin haberla
tocado aún en su virginidad.
Fue averiguado que el autor de la preñez era un mozo, poco más que un
niño, servidor de Tigranes, el primer general póntico de Mitrídates. Y a este
Tigranes compró Crateuas el esclavo por cuanto quiso, sin pararse en avaricias,
que eran muchas, según se sabe por las actas que tratan de la servidumbre a
Pompeyo después de la muerte de Mitrídates. Y escribe Crateuas:
“De la flor amarilla amasada en el vinagre, puse
dos onzas repartidas en los oídos y en los ojos, en las narices y en los labios,
en el interior del prepucio y en la profundidad del ano. Hervía la carne y
rezumaba una substancia semejante a cardenillo adelgazado en leche. Los gritos
llegaron a resultarme molestos. Añadí más vinagre al preparado y le ordené abrir
la boca. Obedecido, hice que recibiese en su interior la sardonia líquida. El
hombre puso en el aire un solo y gran alarido que fue debilitándose hasta
adquirir suavidad musical, y así dio paso a una risa muda sobre el crujido de
los dientes.
Con las horas, la necia sonrisa se inmovilizó; uñas y párpados
se mostraban azules, indicando la interior gangrena; hedía y sus orejas parecían
talladas en hielo. Era mozo fuerte y tardó dos días en morir”.
Usó beleño: Pretextando misericordia, había recogido Kratevas en su
casa, para que viviera ociosa entre los criados, a una mujer como de cincuenta
años, antigua sacerdotisa menor en los templos de Assur, encargada de lavar las
estatuas de los dioses después de los sacrificios, y la trataba con dulzura sin
más interés que el de hacerle probar algunas sustancias.
Habiendo recolectado el beleño en día sereno, separó Kratevas los frutos
minúsculos y, majándolos, logró un zumo que puso en mixtura con aceite de
adormideras. Serwa, que así se llamaba la mujer, consintió una vez más en las
experiencias de su protector, y éste las relata de la siguiente manera:
“Fue lo primero espesar al fuego parte de la
materia y untar con ella los sobacos de Serwa, quien, cumplida una hora de la
unción, me miró feliz para decirme que no sentía peso en su cuerpo, que había
música en su pensamiento y que se sentía llamada a nadar en la luz.
Cesó el
engaño con las horas, y habiéndole hecho beber hasta cinco escrúpulos de beleño,
dio primero en desconcertarme y olvidar su nombre y los rostros familiares,
entrando luego en un sueño de mucha gravedad. Advertí que su sangre se enfriaba
y extendía con gran lentitud por las venas.
Pasados siete días, despierta y
en gran estado de debilidad, le suministré hasta dos habas egipcias. Su erección
fue súbita como lengua de áspid. Convulsa y con desmesura de pupilas, invocaba a
Istar mezclando súplicas y obscenidades, lo cual significa visiones y necedad
violenta. Tuve piedad de esta mujer y le hice beber, sujetando sus dientes, en
cantidad de medio acetábulo, sabiendo yo que, con el peso de esta dosis, la
facultad benéfica alcanzaría el corazón. Así fue, y pasada la noche, el fámulo
cirujano que había separado los huesos de la cabeza, me mostró una gran
inflamación de las cámaras cerebrales, con lo cual quedé confirmado en que Serwa
llegó a sentir, como verdad física, alguna semejanza con las palabras o el
cuerpo de los dioses”.
Usó opio a expensas de crear el hábito de la dependencia:
Flaco, un viejo de sesenta años, tenía en sí gran sufrimiento a causa del
carbunclo que roía sus intestinos; presentaba diarreas sangrientas y, en su
cuerpo y rostro, el azul de la cianosis. Tomado por la vejez, temía a la muerte
y al dolor, gastado ya el ánimo que había usado en las batallas. Flaco ofreció a
Crateuas un dinero, que debió de ser mucho, si le liberaba de sus dolores, y
Crateuas lo aceptó prometiendo ayudarle también en la tristeza. Y lo relata de
la siguiente manera:
“En la mañana, Flaco venía a mi casa y yo le daba
dos granos de opio con azafrán y vino viejo, con lo que quedaba ajeno a
sufrimiento por un día. Y pasado el tiempo, empezó a venir cada vez más
temprano, de modo que muchos días vio amanecer ante mis puertas. Advirtiendo yo
que el carbunclo en él hasta dejarlo impedido, comencé a enviarle la preparación
por un criado y yo mismo le visitaba en su lecho. Flaco me daba cuenta de cómo,
bebiendo el opio, su vientre y su espíritu dejaban de sufrir, y que empezaba a
sentir el espacio exterior como en la suavidad de un sueño, con todas las cosas
ordenadas y suspensas como las partes de una música que no se dejaba oír. Con el
tiempo, vencido por las súplicas de Flaco, hube de suministrarle hasta el
vigésimo de una onza, lo cual le hacía dormir sin manifestaciones, aunque él, al
despertar, hablaba de una luz tranquila cuyas partículas entraban en su cuerpo.
Pero llegaron días en que no bastaba este peso de opio para atajar la
miseria, y Flaco, apenas cerraba los ojos, salía de sí con horribles gritos. La
piedad hizo que le ofreciese hasta una onza de zumo de papáver diluido, la cual
Flaco bebió lentamente. Al otro día, en la habitación maloliente, vi su rostro
ennegrecido, y en sus labios, también negra, la huella de su última sonrisa”.
Investigó los efectos del phárico, refiriendo que esta yerba toma
el nombre de la isla de Pharos, en cuyos arenales marinos crecía al igual
que en las de otras costas asiáticas. Cuenta de un esclavo imbécil que
vagaba por las cuadras y patios del palacio de Mitrídates. A este esclavo,
durante diez días, había administrado el phárico hervido siguiendo el consejo de
una hechicera de Alejandría, sólo para averiguar si la yerba tenía propiedad
mortal, según porfiaba la hechicera. De todo esto no quedó probado más que la
imbecilidad del esclavo. Éste, al ser de noche, se retiraba a un establo, y
abrazado a un buey blanco, gemía durante horas el nombre de su madre.
El estudio de dosis efectiva lo realizó con amanita
muscaria, como así tambien investigó sus efectos consigo mismo: "Los frutos
asiáticos se conservaron frescos en la turba que yo mismo humedecía con aguas
limpias, y pasada una lunación, pedí a Mitrídates tres hombres de los que
retenía en Amasia para las obras públicas, y lo hice porque éstos pertenecían a
naciones tibarenas y cálibes, próximas y semejantes a la de los pastores nómadas
que visitaban el Cáucaso. Eran medianos de estatura pero tenían la espalda
fuerte y completos los dientes. Ya en mi casa hice que les quitasen las cadenas
y que los custodiasen en patiuos separados.
Ofrecí al primero de ellos cinco
frutos frescos y pequeños, y éste, que entendía de nuestras lenguas y conocía a
lo que se ve, la especie frutal, me rogó un día de plazo para poder comerlos
antes del amanecer, a la hora de hacer sonar las flautas, dijo, tomando quizá
por la sabiduría de los recuerdos. (N. del A: recuérdese que los efectos de este
hongo son mayores si se ingieren en ayunas) Así lo hice y al día siguiente,
masticados los frutos, ví en media hora que le provocaban vómitos y que los
retenía apretando los dientes. Después comenzó a mecer acompasadamente la cabeza
y a cantar en lengua desconocida; más tarde, se desnudó y su miembro estaba
rígido, y bailó en modo giratorio hasta que su cuerpo no pudo sostenerse y cayó
en un gran sueño del que despertó en diez horas, y habiéndole yo preguntado,
besó mis manos y me hizo relato de cómo había remontado suavemente un gran río y
llegado a su país en tiempo solar de recolección, y encontró a los suyos en
salud, incluso a los muertos muy antiguos. Luego, había bebido espuma dorada con
los jóvenes, y según la costumbre, yacido dulcemente con su hermana en el lecho,
y acariciado los cabellos de su madre.
Al segundo le puse en las
manos cinco frutos entre pequeños y grandes, y rehuía dos que le hice tragar por
la fuerza. No tuvo vómitos, sin embargo. Ví aumentar el diámetro de sus pupilas,
que fulgían en la oscuridad como si el fuego abriese círculos en sus ojos
consumiendo las partes del agua. Habiéndole ofrecido un cuenco de leche fresca,
la derramó con violencia, y en sus movimientos, que eran como danza convulsa,
ponía gran fuerza corporal, de modo que hubo instantes en que ví sus piernas por
encima de mi cabeza. Durante algún tiempo se inmovilizó vigilante, y pude darme
cuenta de que sentía los pasos y el olor de las mujeres de la casa que
abandonaban sus lechos, de la misma forma que un animal cuyo oído y olfato le
avisaran agudísimos. De pronto, comenzó a sollozar, y después a pronunciar
palabras incomprensibles sumidas en alaridos, al tiempo que con las uñas abría
sus propias carnes. Hubo un tiempo en que pareció sosegarse; pero solo fue el
necesario para orinar varias veces en el regazo formado por sus manos y beber el
líquido, caliente y amarillo como el de una acémila, el cual debía de llevar
consigo la sustancia frenética, ya que fue a más aullando, y con incansable
ligereza, trepó sobre el medianil de los claustros y se perdió en la profundidad
de la casa, donde más tarde, los criados lo hallaron ahorcado por sí mismo.
Hice que el tercero, después de mostrárselos, comiese, majados,
cinco frutosd grandes, los que aterrorizado, quería rechazar, y pronto presentó
síntomas de paroxismo mediante durísimas convulsiones en las que se oía la
contracción de los huesos al tiempo que sus globos oculares salían de entre los
párpados y manaban sangre sus oídos. Al cabo de estas violencias, se derrumbó
como un animal corpulento y, ahogado en sus propios líquidos dejó de latir.
Pude saber pues, que el fruto asiático es causa de locura feliz o
de desesperanza y muerte según la cantidad, y pensando en la alegría y salud del
primer cálibe, al que mantuve en mi casa largo tiempo y por ella me seguía
silencioso y prudente como animal agradecido, quise sentir en mí la suavidad de
tales sueños, para lo cual en el secreto de mi cámara y antes de un amanecer,
puse en mi boca dos frutos pequeños y limpios, los cuales eran amargos como hiel
de perro, pero dejaban finalmente una gran frescura que se extendioió por todo
mi cuerpo de modo que llegué a notar algún frío, y más tarde, lo que me pareció
vaciamiento de espíritus, como si estos, sin hacerse sentir, saliesen del
corazón y se aquietasen suspendidos sobre mi cuerpo.
Quedaba en mí
una alegría sin causa que no cesó al sobrevenir fuertes náuseas, que contuve
como había visto hacer al cálibe, y habiendo cesado, ví los muros verdes de la
cámara arder en su geometría, y que de un gran espacio descendían hacia mí, sin
llegar a tocarme, sucesivas pirámides de luz que no cegaba porque era a la vez
poderoza y sutil. Estas pirámides salian unas de otras, habitadas por colores
ante los que nada eran los colores de la existencia.
Después ví
construcciones de oro que crecían incesantes, y sobre ellas se cernían grandes
pájaros blancos que se movían con lentitud precisa y semejaban astros vivientes.
Sentí tambien una música que carecía de divisiones y en su razón y grados no era
distinta del silencio, y mi cuerpo participaba de sus átomos, los cuales se
movían componiendo vientos pacíficos.
Todas aquellas cosas eran tan
verdaderas que, puestas al lado de los seres y materias de la convivencia
natural, éstos no serían más que apariencias vacías. No parecía existir tampoco
el tiempo;sin embargo en cierto punto, empecé a descender y lo hacía creyendo
que aquel abismo no cesaría nunca en su profundidad, más no fue así porque, sin
advertir el modo, me encontré caído y desnudo en mi cámara, y aún dentro del
sueño, pude escuchar mi propio llanto.
No queriendo despertar me
arrastré hasta alcanzar el vaso de plata que contenía aún algunos pequeños
frutos, y comí tres de ellos y volví a estar libre de pesadumbre. Entonces, mis
visiones entraron en mudanza: sentí ríos anchos y profundos en los que mi cuerpo
era uno con su caudal, y en ellos pude llegar a una tierra blanca y carente de
sombras, que, siempre en silencio, fue poblándose de animales sin especie y de
seres humanos cuyos rostros eran y no eran los de algunos muertos amados. Se
sentía que el tiempo de la eternidad era menos que un relámpago, y quizás por
ello, que aquella existencia se daba en grados de naturaleza desconocida, aunque
sus formas sin peso se inclinaban a la tristeza.
En este lugar,
comenzé a sentir, sin llegar a verlo, un vapor que se extendía sobre arenales y
ruinas y estaba formado por agregación de espíritus. Y supe que aquello no era
otra cosa que el futuro mortal, que aquí se entendía como psasado. Pude ver la
ruina de las naciones pónticas y que, en el espesor de la niebla, no se
distinguía la consistencia de los reyes de la de los esclavos, sinó que tordos
eran parte informe de una misma desaparición.
Otra vez sentí mi
llanto y habiéndome sumido la niebla, me encontré cerca de las ruinas y dentro
de ellas, pude ver cómo, tambien llorando, Pysto, el servidor gálata de
Mitrídates, muy envejecido, hacía entrar su cuchillo en la garganta del señor, y
éste era un pálido anciano que, sintiendo entrar el acero, solo manifestaba
indiferencia, como si contemplase una inmensidad vacía.
La sangre de
Mitrídates avanzaba creciente hacia mí, y con el temor de ver también mi propia
muerte, desperté”.
Gamoneda Antonio. Libro de los
venenos.1995. Siruela ediciones. España. p. 12, 44, 65, 67, 70, 72, 74, 76, 78,
84, 87
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